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Cuenta la leyenda que nuestros antecesores eran el ejemplo ideal de vidas saludables debido a la discreción de sus dietas equilibradas. La frugalidad y la visión puramente nutritiva de la comida, que practicaban en la cotidianeidad, sorprendieron a los españoles cuando invadieron con su conocimiento de la gula y el hedonismo de sus hábitos culinarios.
Pero como bien se sabe, las leyendas tienen más ficción de la que reconocemos, pues los indígenas prehispánicos no eran tan bien portados con los placeres terrenales como la historia nos ha contado. Mientras los españoles devoraban, los indígenas se emborrachaban. Quizás tenía una forma distinta, pero en el mundo mesoamericano la gula se expresaba en la bebida y desde entonces nacieron costumbres culturales que, por conveniencia o simple herencia, hemos conservado hasta nuestros días: la embriaguez y, derivado de ésta, el famoso «San Lunes».
Como ocurre en otras culturas, la historia de la embriaguez en México comienza siendo regida por una divinidad: Ome Tochtli, dios del vino de los aztecas al que le gustaba ser venerado con pulque, el elíxir mesoamericano por excelencia. Además de su uso en ritos espirituales, el pulque era tolerado sólo en algunos casos: los enfermos lo tomaban como medicina, se consumía en ceremonias asociadas a victorias guerreras y los viejos podían emborracharse con él en ciertas fiestas. Los únicos que tenían la aprobación colectiva de disfrutar el poder embriagante del pulque eran los ancianos, reconocidos de forma tradicional como «depositarios de sabiduría» y merecedores del momentáneo estado de plenitud y realización que la borrachera les dejaba, acercándolos a la sensación del declinar de la vida.
Según las creencias prehispánicas, el llegar a viejo representa una excepción y un privilegio, por lo que cada anciano era tan respetado, que bien podía comportarse de forma extravagante al beber cuanto pulquesu antojo le indicara. Sin embargo, de forma general, la sociedad aborrecía públicamente a los borrachos que no fueran ancianos y procuraban, a través de severos castigos, mantener a los jóvenes en la virtud y lejos de la adicción autodestructiva del alcohol.
La realidad es que la embriaguez, tan popular en la cultura azteca, era considerada un «veneno social» y un vicio repulsivo que atentaba contra las facultades individuales, familiares y sociales. El octli —pulque— era socialmente incómodo por ser «causa de toda discordia y disensión, y de todas revueltas y desasosiegos de los pueblos y reinos; como un torbellino que todo lo revuelve y desbarata; como una tempestad infernal, que trae consigo todos los males juntos», según relata Fray Bernardino de Sahagún en sus crónicas de la Conquista.
Hubo un momento en la historia en que el pulque representó un grave problema en la sociedad, pues tan fácil era su producción y tan abundantes las cantidades disponibles, que el alcoholismo se hizo crónico y serio, amenazando con la descomposición moral del pueblo. Por eso, la dureza de los castigos impuestos a quien bebía en exceso no tenían flexibilidad. Un borracho podía pagar con el aislamiento social, la prisión, los golpes, la pérdida de bienes y hasta la pena de muerte.
Pero la condición de un borracho también era tema de controversia al encontrarse dos pensamientos contrarios. Algunos adjudicaban el destino briago de una persona a su fecha de nacimiento, pues aquél que nacía en el día calendárico del conejo, llamado Ome Tochtli —dios del vino— sería borracho por fuerza; entonces no era el hombre quien pecaba, sino el pícaro dios que lo poseía. Por oposición, la banda pragmática responsabilizaba al hombre por sus propias acciones, argumentando que, pese al gran poder de los dioses, el hombre está solo en el mundo con sus decisiones.
Mas tarde llegaron los españoles y no tardaron en reprobar con soberbia la «pereza, suciedad y falta de dignidad de los borrachos indígenas», pero más escándalo hicieron con el pulque, rechazándolo con asco por su sabor y sus posibilidades deshonrosas. Sin embargo, la historia también nos ha enseñado que «cae más rápido un hablador que un cojo», pues los europeos rápidamente cayeron en los encantos embriagantes del pulque y contribuyeron significativamente a que en pleno periodo colonial —por ahí del año 1777—, se gastaran diariamente de 750 a 800 cargas de pulque en la ciudad de México.
Tanto vencedores como vencidos solían beber más de lo prudente, sobretodo en los domingos, cuando el ánimo relajado los invitaba a servirse otra… y otra más. Así se originó la —todavía conocida— costumbre del «San Lunes», al necesitar los borrachos un día extra para recuperarse del amortecimiento del arrebato alcohólico dominical. Tantos eran los hombres —americanos o europeos— que practicaron el «San Lunes» que la sociedad no tuvo más remedio que aceptar pasivamente el vicio y sus denigrantes consecuencias.
Hasta la fecha, la costumbre del exceso y la gula —en alimentos y bebidas— es una constante de todas las culturas del mundo. México no es la excepción, aunque por supuesto, los niveles de beodez en la sociedad actual no se comparan con el de los tiempos de Conquista. Aún así, la cantidad de consumo no aminora el efecto vil del vicio, pues la adicción alcohólica, sea de champaña, de pulque o de aguardiente, es igualmente peligrosa para la integridad humana.
«El borracho bebe en ayunas, no se puede sosegar sin beber vino, vende cuanto tiene con tal de comprar pulque, le tiemblan las manos cuando habla, no sabe lo que dice, reprende, difama e injuria, espanta y ahuyenta a sus hijos, no se acuerda de su familia y cuando no halla el vino y no lo bebe, siente gran pesadumbre y tristeza». —Fray Bernardino de Sahagún.
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