Issa Plancarte (@issaplancarte)
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La celebración del Día de las Madres es relativamente moderna, comenzó en 1908 cuando la hija de la activista Ann Jarvis –pacifista quien curaba a soldados durante la Guerra Civil– hizo una campaña para instaurar un día al año para conmemorar la labor de todas las madres.
Hoy es una fecha que se celebra en muchas regiones del mundo. A manera de homenaje, pedí a algunas personajes que compartieran cuales eran los recuerdos que más atesoraban sobre sus mamás y sus abuelas. En mi caso, debo a mi abuela Virgen –una extraordinaria cocinera– el amor por la comida en todas sus formas, el interés por desmenuzar las recetas de familia, el placer por saborear la vida en cada oportunidad y el antojo inagotable de comer frijoles con bolillos.
Estas son las historias de cocina de hijos y nietos.
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Aunque hoy en día me cueste creerlo: no me gustaba comer. Sí, yo, comilona confesa y empedernida, evitaba el bocado de pequeña, cualquier bocado. Me la pasaba “en el hueso”, delgada al extremo.
Decir que las abuelas son el origen del gusto no creo que sea cliché. Yo al menos le debo a la mía el comienzo de una relación cómplice con eso que, sin saberlo, constituyó luego la mayor de mis pasiones. Le agradezco reconciliarme con algo a lo que hoy no me resisto.
No imponía ni regañaba —para eso ya están las mamás—; consentía y mimaba, con paciencia hacía lo que fuera con tal de que comiera y, sobre todo, me agradara.
Cuando aún no alcanzaba ni a caminar, no dejaba de cuidarme porque tuviera que cocinar, me colocaba dentro de botes altos de plástico, los mismos que usaba para echar la ropa que sacaba de la secadora, y me ubicaba frente a ella. De pie, logrando apenas asomar mi cabeza por el borde del bote, veía lo que hacía y me impregnaba con los aromas de guisos que a ella -nunca sabré porqué- le quedaban más ricos.
El dulce fue, sin duda, la llave con la que abrió mi apetito, ese que alimentó con plátanos fermentados, que sumergía en mantequilla y azúcar morena para dármelos caramelizados, como premio si almorzaba; el mismo apetito que avivó con frijoles que rociaba con azúcar; o con mangos maduros, muy maduros: los golpeaba hasta hacer un jugo con la pulpa sin tener que picarlo. Le hacía un huequito a la concha y me lo daba para que chupara el líquido.
“Mi amor, ¿te hago una arepita?”, me preguntaba y yo le respondía: “No, abuela, no tengo hambre”. Ella igual iba y me preparaba no una, sino ¡varias! En ocasiones, temiendo que se las negara, le echaba anís, piloncillo y queso rallado; entonces, con la masa, formaba las letras de mi nombre y las freía. Feliz, me comía hasta la última vocal de mi apellido.
Que no logre separarme precisamente del ensueño que me provoca una arepa tiene que ver con ese gesto incondicional con el que la imagino conmigo al tiempo en que muerdo la mejor parte de su recuerdo.
Sasha Correa, periodista y directora de Mesamérica
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Mi abuela paterna –mi abuela Chayo–, hacia tortillas a mano, lo que siempre me dio curiosidad. Cuando tenía como cuatro o cinco años le pedí que me enseñara a hacerla sólo puso una condición: ¡Dejarme apretar las narices con unas pinzas de electricista! Las recuerdo muy bien, tenían un mango de plástico negro, y según ella era para que las tortillas se inflaran. Ahora más bien pienso que era por maldosa y porque le gustaba darme lata. Hoy en día mi abuela tiene 98 años y todavía no le he preguntado por qué hacía eso.
Emmanuel Zuñiga, chef de Grupo Lampuga
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En específico no recuerdo algo muy especial, salvo una enseñanza general: darle su tiempo y cuidar las preparaciones de cocina, ya sabes, cosas como sofreír y reducir muy bien el jitomate para un caldillo, disolver muy bien la mantequilla con azúcar para un pastel o sancochar las proteínas para los guisados en vez de hervirlos desde cero y que quedaran todos duros y secos.
Una receta de mi mamá que me marcó mucho es el cerdo con verdolagas, creo que nunca lo podré hacer tan rico como ella, es un plato que me recuerda mucho mi infancia y el cuidado de mamá.
Pablo Salas, chefde Amaranta
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Mi hija de un año de edad –que sacó el buen apetito de su padre– empezó de repente a estar rara: sin apetito, inflamada de la panza, callada, ojerosa, pálida, con problemas de sueño y reflujo.
– "Esa niña está empachada, hay que jalarle el cuerito…”– decía mi abuela
– ¿Qué es eso abuela?, esas son cosas de tus tiempos” – decía yo
Cuando llevé a mi hija con una gastro-pediatra, cual sería mi sorpresa cuando me dijo: "Tú hija está empachada". ¡PLOP! La Dra. Elisa Gaona me explicó que en la literatura médica se escribe poco sobre el empacho pero que sí existe, los únicos que hablan de él son los chinos, quienes basan su teoría en la reflexología. La única manera de quitarlo es dando un masaje de desempacho, el cual lleva en su proceso voltear al niño boca abajo para poder jalarle, literalmente, el cuerito de cada vertebra para estimular las terminaciones nerviosas que irrigan el colon. Parece broma pero se los juro que no lo es, después del primer masaje, mi hija volvió a ser ella ¡Gracias abuela!
Mariana Camarena, nutrióloga en Nutrición Activa
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No compartí, tristemente, muchos momentos en la cocina con mi abuelita. Preparaba una calabaza en tacha espectacular y, lo que más recuerdo, es que nadie hacia el huevo a la mexicana como ella.
Más adelante me contó su secreto: en un plato hondo batía los huevos, añadía sal y pimienta –en ocasiones, knorr suiza– y un poco de catsup (ya sé, se oye horrendo),pero eso le daba al huevo un color y un sabor más jitomatoso y ligeramente dulce para contrastar con el chile serrano. Luego hacíamos tacos con tortilla calentada directamente al fuego, no en comal. Hoy sigo haciendo lo mismo, sólo que los tacos los hago con tortilla de harina.
Pedro Reyes, periodista y editor adjunto de Travel + Leisure México
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Toda la vida he visto a mi abuela cocinar de manera empírica, fue hasta que comencé a estudiar cocina que pude notar que en su repertorio de recetas tenía muchísimas técnicas de la cocina francesa que realizaba a la perfección sin conocer los nombres de dichos procesos.
Siempre que mi abuela me cuenta como se prepara una receta empieza con: “Picas su ajito y cebollita muy finitas, cuidando que no se te quemen”. Mi abuela es de Durango y me enseñó muchas cosas: a cocinar con comino en muchos platos; a colar la mezcla de salsas y adobos para evitar que sea molesto para los que están comiendo; a ser pacientes y no apresurar procesos en la cocina, y que lo mejor para espesar una crema de verduras es ponerle un poco de queso graso y licuarlo –como gouda o manchego–, para darle sabor y una textura tersa. Por último, ella dice que hasta un caldito de pollo para enfermos debe de estar bien sazonado, porque si de por si es triste estar enfermo, es peor comer mal.
Mariana Orozco, chef de Sibariana
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Mi abuela era un personaje maravilloso. A veces comía a pellizcos y a veces con voracidad (sí, era una mujer llena de contradicciones). Era una gran comilona, muy exigente con sus comidas, pero siempre dispuesta a probar. Yo, una niña remilgosa en la mesa, aprendí de ella que siempre hay que decir: 'pos lo pruebo'.
En mi casa, el romanticismo gastronómico reinó en todos los frentes. Crecí en un hogar de buena y abundante comida. Abuela, mamá e hija dominaban la cocina en todo momento; los hombres solo tenían permitido picar un par de cebollas —bajo supervisión de la matriarca— y poner la mesa. Fue la abuela, Irma de la Cruz, la que nos que mientras más chinito esté el jitomate, más rico sabrá el guiso —chinito=sazonado a fuego bajo por mucho tiempo; que las salsas siempre se sirven con cuchara de madera, porque así saben más ricas; que el bacalao a la vizcaína no sale igual si no se usa una olla de barro; que cuando se cocina, hay que oler y probar todo el tiempo, pero nunca con la misma cuchara; que es mentira eso de que uno nunca sabe cuánto le pone, que todo se puede medir y que siempre hay que anotar las recetas que uno hace; que un buen cocinero SIEMPRE comparte sus recetas; que solo puede haber alguien a cargo en las labores de una cocina, porque las múltiples órdenes solo provocan inútiles peleas de egos; que todo (sí, TODO) sabe mejor con queso Cotija; que cuando no hay postre, un par de cucharadas de mermelada son suficientes para saciar al gusanito dulcero; que si puedes hacerlo en casa, lo hagas, no lo compres y que el pan nunca sale igual de sabroso si se bate con máquina, hay que hacerlo a mano, con ganas y muchísima paciencia.
Margot Castañeda, periodista gastronómica.
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Recuerdo sus manos fuertes y cómo se apoyaba a través del tacto y el olfato para hacerlo todo al no poder ver ni escuchar. Desde pequeña disfruté ayudarla: me subía en una silla y le ayudaba a freír y asar los ingredientes para el mole de fiesta; hacer engrudo para armar piñatas; a dar forma a los “turuletes” con el fondo del vaso para formar las galletas; trenzar los panes; calcular el buen tanto; medir con puños; sembrar las pepas de las frutas que dejábamos secar cuando algo valía pena; cuando hacíamos pan el secreto era, “Debes amasar envolviendo las puntas hacia adentro y formando un rodillo nuevamente y dejar la masa en reposo”, mientras que al preparar tamales decía, “Hay que dejar caer una bolita en medio vaso de agua fría y esta subirá cuando esté lista”.
Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en Abuelita es su frase “Estar como mango” que significa olvidar lo pasado y fuera de temporada para enfocarse sólo en el presente.
Marta Zepeda, chef Hotel Tierra y Cielo
En unión con Santander México, Sabor es Polanco realiza una serie de actividades promocionales.
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